EL RELIEVE HUMANO DEL ESTADO
Juan José Bocaranda E
Anota Kelsen que la
Constitución es "el grado superior del derecho positivo"...
cuya función esencial está en "designar los órganos encargados de la
creación de las normas generales, determinar el procedimiento que deben
seguir" y prescribir o prohibir el contenido de las leyes futuras.
Éste no es el concepto de Constitución en
el Estado Ético de Derecho. En primer lugar porque la legitimidad no la otorga el derecho
positivo sino el orden moral. En segundo lugar porque el cometido de la Constitución va mucho
más allá de la sola función de designar órganos y de crear normas generales,
pues le asiste un ideal plausible y trascendental como lo es favorecer,
enriquecer e impulsar la dignidad humana con un criterio eminentemente
universalista. Lo que significa que el
Estado y la Constitución
son instrumentos calificados de la
Ley Moral y del Principio Superior de Perfección del Orden
Moral, del Orden Social y del Orden Universal.
Pero la Ley Moral
y el Principio Superior de Perfección no tendrían sentido en el Estado Ético de
Derecho, si no estuviese de por medio el funcionario público, pues el Estado no
existe de por sí, no es un ente substante, fantasmal, de existencia absolutamente
independiente. La voluntad del Estado se apoya en la voluntad de los funcionarios
bajo el poder organizativo del Derecho, por lo que el Estado real es la masa de
funcionarios públicos como sujetos de permanente responsabilidad moral. Es lo
que llamamos “Estado de cane y hueso”.
¿No es, pues, esencial para el
Estado la presencia y el quehacer del funcionario?, ¿No se requiere que el
Estado tenga a su servicio personas de honestidad a toda prueba? ¿No confía el
Estado a los funcionarios, asuntos de suma trascendencia nacional o
internacional, donde están en juego nada menos que la guerra o la paz, el orden
o el caos, el bienestar o la infelicidad, y el destino de millones de seres
humanos? ¿No deben ser especialmente exigentes la sociedad y el Estado respecto
a la selección y control de los funcionarios? ¿Por qué razón, cuando un
funcionario causa daños y perjuicios a un ciudadano, el Estado permanece como
al margen, y no otorga importancia al hecho desde una perspectiva ética? ¿Por
qué razón, si los daños y perjuicios son causados a la propia Administración,
ésta atiende -si es que actúa- al enfoque meramente civilista de los hechos?
¿Por qué razón, cuando el funcionario incurre en responsabilidad penal o
administrativa, no se consideran las implicaciones morales y la necesidad de
excluirlo del cargo? ¿Por qué se califica la responsabilidad del funcionario
como responsabilidad jurídica "pura", sin relacionarla con la
responsabilidad moral?
Es obvio que si se desea un Estado realmente
eficiente, en un mundo crecientemente complejo, se requiere incrementar el
grado de exigencia respecto a la responsabilidad del funcionario. No
hay alternativa. De lo contrario, si se deja librado al criterio de los propios
funcionarios optar o no por más altos niveles de calificación, las cosas no
marchan, pues los intereses personales terminan prevaleciendo sobre el interés
general. Cuando, hace algunos años, en cierto país de América Latina se realizó
un referedum dirigido a reformar las leyes para acentuar la disciplina
de los funcionarios y tornar más eficiente la lucha contra la corrupción
administrativa, gremios e individuos se opusieron, por lo que no se logró el
porcentaje mínimo requerido en la votación por el sí. Actitud absurda y esúpida si se tiene en cuenta la
suposición lógica de que a los ciudadanos conviene un funcionario probo y
eficiente, que responda a los intereses de la sociedad, que no engañe, que no
robe, que no desperdicie el tiempo y los recursos del Estado. Pero, según se
ve, hay gente que prefiere los caminos torcidos, aunque resulte el gran
perjudicado.
Cuando el Estado deja ad libitum, al gusto y parecer de cada funcionario, aceptar o no las exigencias de la Moral, nada funciona. Y esto
viene a demostrar la trascendencia práctica del Principio Ético, que no somete
a cuentas su autoridad ni permite que la cuestionen, condicionen o limiten,
sino que la impone al funcionario mediante la coercibilidad jurídica.
Pero esta posibilidad real sólo puede tener lugar en el Estado Ético
de Derecho, no así en el Estado de Derecho,
cuya actitud reduccionista ha impedido
profundizar en la responsabilidad penal, civil y administrativa del
funcionario, hasta sus últimas raíces, es decir, hasta las raíces éticas.
Sólo cuando por debajo de la
responsabilidad meramente legal se haga valer la responsabilidad moral de los
funcionarios, podrá ser un hecho el sanemiento de la Administración Pública y
la regeneración del Estado.
Mientras eso no suceda, todo seguirá nadando en la mediocridad, en un
Estado ineficiente y en una sociedad cada vez más hundida en la frustración.
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