LA LEY ANTI-CORRUPCIÓN.
VISIÓN IUSÉTICA
Juan José Bocaranda E
Para sincerar las cosas, las leyes contra
la corrupción deberían comenzar por un artículo donde se establezca que el
objetivo fundamental de las mismas consiste en servir de guía a los
funcionarios para que lleven la corrupción hasta las antípodas. De esta manera
y por esta vía tendremos, sin duda, una Humanidad superior en un mundo mejor...
Las Leyes contra la
corrupción tienen por objeto proteger el patrimonio público, rigiendo la
conducta de las personas involucradas en su manejo y administración,
sobre la base de los principios de honestidad, decoro, probidad,
transparencia, participación, eficiencia, eficacia, legalidad, rendición de
cuentas y responsabilidad e, igualmente, partiendo de criterios de racionalidad
y eficiencia, procurando la disminución del gasto y la mejor utilización de los
recursos en atención a los fines públicos. También consagran larga lista de
tipos penales, como el enriquecimiento ilícito, el peculado, la malversación,
la concusión, la corrupción, el soborno, etc. etc., más los delitos contra la Administración de
Justicia en la aplicación de esta ley.
Sin embargo, ¿quién puede garantizar que tales instrumentos legales no
fracasen? ¿Basta la profusión de los tipos penales y el incremento de las
penas? ¿Sirven de algo los principios contra la corrupción y la declaración
jurada de patrimonio?
Para que estas leyes resulten eficaces-realmente eficaces- se precisa
el concurso de un conjunto de condiciones necesarias, como lo son:
1. Distinguir entre creación y aplicación de
la ley.
Una ley anti-corrupción puede parecer plausible
porque integre un cuerpo hermético de previsiones, dirigidas a cubrir todas las
posibilidades imaginables de agresión contra el erario público. Pero ello de
nada vale si los funcionarios encargados de aplicarla frustran sus efectos,
como suele ocurrir.
2. Garantizar que la cadena de funcionarios
encargados de aplicar la ley, actúe con plena responsabilidad moral.
El Derecho por sí solo carece de energía
suficiente para imponer su autoridad. Antes por el contrario, es objeto de
irrisión, pues ha perdido credibilidad. El funcionario lo quebranta tanto más
cuanto observa cómo se cumple sólo parcialmente.
Por ello, es preciso contar con un factor que
reúna un carácter axio-lógicamente superior y un carácter jurídicamente
coercitivo. Y ese factor es la Ley Moral, representada por el Principio Ético.
Los funcionarios de la
Contraloría, los fiscales del Ministerio Público, los
funcionarios policiales auxiliares, y los Jueces, deben formar una cadena de
integridad moral, sólida y coherente. Basta que se rompa uno de estos
eslabones, para que la ley fracase, bien porque no se abra la averiguación
correspondiente; bien porque el Ministerio Público actúe con lenidad; bien
porque los Jueces competentes apliquen el Derecho sin suficiente severidad.
3. Hacer girar sobre la ley anti-corrupción
la espiral ética.
En el Estado de Derecho, cuando uno de
funcionarios de la "cadena humana encargada de aplicar la ley
anti-corrupción" -por ejemplo, el fiscal del Ministerio Público o el Juez-
frustra la aplicación de la misma por actuación dolosa o culpable, se le
enjuicia -si es que se hace- con base en el mismo sistema frustrado, lo
que determina que también caerá en frustración este nuevo proceso. Y así, una
cadena infinita de burlas a la ley y al pueblo.
En el Estado Ético de Derecho se establece si el
funcionario que generó la frustración de la ley, violó el Principio Ético: de
ser así, se le enjuicia moralmente, con todas las consecuencias graves que ello
acarrea. Además, el Principio Ético pende en forma hermética sobre la
consciencia de los funcionarios encargados de aplicar la Ley anti-corrupción, para que
actúen con rectitud moral. Esta es la espiral ética, que así
llamamos para sugerir que se trata del enjuiciamiento en un nivel superior
al meramente jurídico, como una forma de lograr la reivindicación de la Justicia en pro del Patrimonio
Público sin el peligro de las frustraciones, tan frecuentes en el Estado de
Derecho.
Sólo cuando se invoca un plano superior al mero Derecho, como lo es la Moral, puede lograrse la
eficacia de la Ley
contra la Corrupción.
De lo contrario, se mantendrá el sistema de la
"tuerca aislada", que nada resuelve.
Las influencias perniciosas contra la eficacia de la Ley Anti-corrupción
son rebeldes, elásticas, ardidosas, subrepticias e imposibles de vencer si la
estructura judicial tiene resquicios a través de los cuales penetren la
venalidad, el amiguismo, el favoritismo, el clientelismo político, el
compadrazgo, el miedo, el chantaje y otras mil formas de burlar la ley. De ahí
la necesidad de un "superprincipio" capaz de imponerse a todos
y cada uno de los funcionarios, a todos y cada uno de los integrantes del Poder
Judicial, debido a su carácter inflexible, envolvente, radical, hermético.
Ningún funcionario logra
escapar a la vorágine inexorable del Principio Ético, pues éste genera un
concepto de delito más amplio que el de delito penal (Cap. VII). Además, la
sentencia moral declarativa de culpabilidad no sólo acarrea la sanción del
funcionario, sino que también, al hacerlo, depura la Administración Pública
y regenera al Estado, pues el culpable queda excluido definitivamente, de por
vida, de toda actividad pública y política.
En síntesis: sólo cuando se reconozca y acate la fuerza vigilante y
eficaz de la Ley Moral,
traducida a lo jurídico por el Principio Ético, comenzará a funcionar,
realmente, la legislación dirigida a reprimir la corrupción administrativa.
Mientras esto no suceda, todos los esfuerzos resultarán inútiles. A menos que
deseemos permanecer en la cueva de las apariencias.
Para concluir
Es lógico que, en el Estado Ético de Derecho, se profundice en la
responsabilidad del funcionario, hasta dar con el fondo moral. Sólo así puede
lograrse el saneamiento eficaz de la Administración Pública
sobre la base de una responsabilidad plena y auténtica, trascendente, del
Estado y del funcionario.
La
abstracción de la responsabilidad moral del funcionario, constituye una
amplísima brecha a través de la cual se escapan todos los esfuerzos por lograr
un Estado verdaderamente eficiente.